viernes, 8 de septiembre de 2017

Argentina astrológica (V): el factor psicológico

Argentina astrológica (V):  
el factor psicológico

Alejandro Lodi

(Octubre 2015)

Los tiempos de Saturno en fase XII son propicios para profundizar en el factor psicológico de nuestro vínculo con el mundo y el sentido de lo real. Momentos en los que es posible transparentar los patrones inconscientes que organizan nuestras reacciones (que confundimos con respuestas) a la realidad.


Xul Solar, “Plurentes” (1949)

¿Qué supuestos inconscientes de nuestra comunidad se manifestaron con el tránsito de Saturno en casa XII a partir de 2008? ¿Cuánto sirvió para agotar hábitos cristalizados (y, por eso, tóxicos) de nuestra convivencia o, por el contrario, para que cobren nueva vida y adquieran fuerza protagónica en el nuevo ciclo de estructuración iniciado en 2011 con el tránsito de Saturno sobre el Ascendente?

Expongo algunas percepciones. Las sintetizo en cuatro líneas principales:

.- La realidad ajustada a creencias.

.- La política como guerra.

.- La reacción adolescente a los conflictos.

.- El culto a la personalidad.



La realidad ajustada a creencias


Devotos de la subjetividad, la evidencia de la realidad como una construcción colectivaqueda traducida en la implantación voluntaria y deliberada de una versión conveniente a prejuicios sectarios: “Si la realidad es una construcción, entonces creemos una sujeta a lo que necesitamos que sea…”. Del mismo modo, la generación de mitos se confunde con su fabricación intencional. El espontáneo y misterioso talento de la psique para producir mitos que resultan funcionales a profundas necesidades y propósitos del inconsciente colectivo (a veces de carácter regresivo, a veces transpersonal), queda convertida en la confección de una mitología ajustada a especulaciones estratégicas de anhelos personales de poder. Lo racional apropiándose de lo no racional, lo intelectual intentando dominar y favorecerse de lo psíquico.

La necesidad de implantar un relato mítico hegemónico para que triunfen las ideas de una facción se torna de una urgencia vital. La necesidad de creer prevalece por sobre la libertad (y la honestidad) perceptiva. Las creencias entumecen y falsifican la percepción. En el mejor de los casos, la vulnerabilidad a determinadas creencias aparece animada por el idealismo. De un modo más cínico, la realidad es adulterada por conveniencia (con su versión psicopática: la negación de la evidencia y la acusación a quién la revela). Y, en los casos más patológicos, se cae en la paranoia conspirativa, con la monolítica coherencia de su descripción del mundo, próxima al delirio.

Cuando las creencias condicionan en forma absoluta a la percepción, en verdad, no deja de existir honestidad perceptiva: lo que se percibe coincide con lo que se cree. Pero, cuando lo que se percibe comienza a contradecir lo que se cree, se plantea entonces un conflicto de fidelidades: sostener lo que se percibe o sostener lo que se cree. Si prevalece la percepción, la conciencia asume una crisis de fe que necesariamente implica una transformación de la realidad. Si, en cambio, predomina la necesidad de creer (y de mantener la imagen personal identificada con esas creencias), la conciencia traiciona a la percepción, lo que necesariamente redunda en una negación de realidad.

Para confirmar quien creo ser, debo negar la realidad y crear (y convencerme de) una realidad paralela. Para asumir la realidad que percibo, debo morir a mi imagen personal.


La política como guerra

La búsqueda del conflicto como modo de adquirir energía. La polarización como una persuasiva sensación de vitalidad y de obtención de poder. Definir quién soy por oposición a otro. Cuanto más confronto, más siento ser. La provocación como necesidad de que el otro reaccione y se vea obligado a confrontar. Cuanto más divido, más soy.

En la vitalidad excitante de la reacción queda velada la posibilidad de una respuesta creativa. Excitados, ocurre lo previsible, la acción mecánica, la conducta repetitiva, un virtual conservadurismo arquetípico. Sostener la vitalidad –sin represión ni descarga automática de la energía- permite que emerjan nuevas sensaciones y percepciones, acaso desconocidas y, por eso, revolucionarias y transformadoras de la imagen que tenemos de nosotros mismos. Distinguir el grito como descarga reactiva y explorar el silencio, el movimiento como acción maníaca y permanecer en contemplación, el prejuicio como evasión inquisidora y aceptar el contacto con lo evidente.

¿Qué diferencia existe entre la confrontación creativa y la destructiva?

En la confrontación creativa hay un reconocimiento del otro, una mirada incluyente. Es la aceptación de la realidad vincular: el otro es necesario. La confrontación creativa es comprensiva y contenedora: percibe diferencias y asume la convivencia. Confía en la diversidad de voces. Estimula encuentro.

La confrontación creativa es el espíritu de la democracia.

En la confrontación destructiva el vínculo es rechazado, el otro es excluido. Es la negación de la realidad vincular: el otro es desechable. La confrontación destructiva es separativa y aislacionista: sólo tolera uniformidades y desprecia lo diferente. Propugna el pensamiento único. Excita el fanatismo.

La confrontación destructiva es el espíritu de la tiranía.


Xul Solar, “Tú y Yo” (1923)

Bajo el supuesto de la política como guerra vivimos las relaciones humanas desde la confrontación destructiva. Se instala el patrón arquetípico más regresivo de nuestro modo de vivir los vínculos: la lógica amigo-enemigo. Allí se anula todo discernimiento consciente: el amigo (aliado) goza de toda indulgencia, el enemigo de toda repulsión. Como en la guerra prima la supervivencia, la verdad resulta contingente y la mentira se legitima en tanto asegure el triunfo. El amigo (aliado) es la garantía de sobrevivir, por eso sus acciones están más allá de todo juicio crítico. El enemigo es la amenaza de morir, por eso sus acciones están fuera de toda consideración amorosa. Al amigo (aliado) incondicionalidad, al enemigo ni justicia. En la guerra, la ética se reduce a mantenerse vivo y cualquier acción que lo garantice queda justificada.


Si la vida en sociedad es conflicto entre bandos irreconciliables quedan entonces naturalizadas manifestaciones violentas. Es lo que se vuelve cotidiano en sociedades dominadas por regímenes totalitarios o fascistas. La implantación de la “ley de la fuerza” por sobre el respeto y la consideración de los derechos del otro, la descalificación de las posiciones diferentes, el rechazo al diálogo y la incomunicación, los prejuicios convertidos en sentencias sumarias acerca de los conflictos. En el encanto beligerante, todos estos hechos, antes que ser percibidos como manifestaciones de una flagrante incapacidad para vincularse, son elevados a la dignidad de la pureza de principios. Acercar posiciones y acordar es significado como una traición a valores fundamentales. Reconocer al otro como capitulación. Fuera de la lógica de la guerra, el orgullo de afirmar “ni un paso atrás” oculta la prepotencia de que “se hace lo que yo digo”.

En estos años de polarización en aumento nos hemos habituado al “escrache”. En las calles, en los medios de comunicación, en el doméstico uso de nuestras redes sociales… Un modo que recuerda los más oscuros momentos de la sociedad humana, una forma de entender la justicia que se liga al terror, a la impunidad para generar miedo amparados en el anonimato del grupo. Justificados, además, en la convicción de que con esa violencia estamos honrando altos valores humanos. La cobardía más denigrante enmascarada de honorabilidad. Nuestro trato cotidiano ha incorporado el “bardear”: la imposibilidad de expresar desacuerdo sin humillar ni faltar el respeto al otro. Más aún, nos enorgullecemos de esa limitación considerándola signo de una sagacidad intelectual superior o de serio compromiso con elevados ideales.

En su modo más brutal y patológico, el “escrache” deriva a la “justicia por mano propia” y al “linchamiento”. El “escrache” nos aproxima a naturalizar pogromos. Expresiones que comienzan a reproducirse de manera espontánea de la mano de una sensación de “sociedad sin ley”, pero que aun preferimos no ver. Acaso, la evidencia más nítida de riesgo regresivo, de decadencia hacia una vida pre-democrática.


La reacción adolescente a los conflictos

La simplificación del conflicto en una lógica polarizada, la reducción de la complejidad de las relaciones humanas en una guerra entre un modelo luminoso y otro perverso, la identificación de los males en un culpable externo en pugna con héroes domésticos, es un diseño muy tentador para nuestra conciencia colectiva a lo largo de historia argentina. Esa modalidad cuenta con el beneficio de brindarnos a nosotros mismos una descripción del mundo cargada de idealismo en la que somos mejores que los demás; pero también con el grave perjuicio de permanecer inalterables en nuestra imagen luminosa, victimizándonos ante nuestros archienemigos.

Se trata de un modo propio de la adolescencia: la tensión entre el mundo conocido y el ideal. En la “adolescencia rebelde” se expresa como el repudio a lo conocido (el mundo de los padres) y la exaltación de lo auténtico y verdadero concentrado en un ideal social o cultural (el mundo de los ídolos). En la “adolescencia obediente” el ideal coincide con el mandato de la tradición y redunda en un rechazo a toda transgresión. Nuestra conducta social alterna entre ambos modos adolescentes.

Proyectamos en nuestros gobernantes cualidades benéficas o maléficas, y asociamos esas virtudes o defectos a atributos personales de esas circunstanciales figuras. Generamos ídolos adorados como padres bondadosos que concentran en su personalidad todos los talentos, y villanos execrados como padres malvados que encarnan todas las fallas. Modelos positivos o negativos, pero siempre modelos. Padres ejemplares o repudiables, pero siempre padres.

La obsesión por adherir a modelos o por rechazarlos, por definirse a partir de figuras paternales-maternales, delata una condición adolescente de la conciencia: hijos que agradecen recibir lo que merecen de sus padres benefactores, hijos que se rebelan por no recibir lo que merecen de sus padres decepcionantes… Pero también en ese estado adolescente conviven el desconcierto acerca de quién se es y la más radical convicción de ya saberlo: “no sé quién soy, pero estoy convencido de quién debo o quiero ser…”.



Xul Solar, “Máscaras planetarias” (1953)


El ídolo, el héroe y el líder se convierten en poderosos símbolos de diferenciación del mundo conocido, de rebelión a los padres, de confrontación contra un orden injusto establecido por oscuras autoridades; pero, sobre todo, representan a la triunfante identidad personal, al ego elevado a gloria luminosa.

Para la conciencia adolescente, el ídolo, el héroe y el líder simbolizan modelos de realización personal: la poderosa y seductora promesa de que es posible lograr una imagen de sí mismo absoluta, exitosa y radiante, que calme para siempre la inseguridad sobre el propio valor, la pesadilla del fracaso y la angustia de no ser.


El culto de la personalidad

Proyectar en los líderes políticos un modelo de identidad personal es propiciar el culto a la personalidad. Aguardar que nuestro bienestar surja de la gracia de esas individualidades excepcionales es populismo. El culto a la personalidad y el populismo conforman el imperio de la «egocracia»: el gobierno del ego o el gobierno de una imagen personal radiante que orienta la energía colectiva en dirección a confirmarse a sí misma.

En la egocracia, la conciencia social se mimetiza con la voluntad de una personalidad ejemplar que encarna en sí misma a la comunidad. En la egocracia, la vivencia subjetiva de los asuntos colectivos llega a un extremo patológico: no hay discriminación objetiva alguna entre la persona del líder y el cuerpo de la nación. No hay ley objetiva, sólo subjetiva voluntad del yo. La suerte de lo público coincide con la vida privada del gobernante. La función pública deja de adjudicar obligaciones y responsabilidades, y pasa a convertirse en un logro y premio al mérito personal que otorga derecho a la arbitrariedad del propio humor. En la egocracia, la personalidad gobernante sólo rinde cuentas a su propio espejo. Tener el poder se significa como “hacer lo que yo quiero”. Al líder gobernante no se le pregunta ni cuestiona, sino que se lo escucha y obedece.

La egocracia es el reino de la subjetividad, no sólo del gobernante, sino de cada uno de los miembros de la comunidad. El deseo individual prevalece sobre el bien común, la propia necesidad por sobre la del conjunto. Lo que es “de todos” pasa a ser “de nadie” y, por lo tanto, “mío”. Es la justificación misma de la corrupción, en su más amplio espectro: es el funcionario que se apropia de bienes del Estado, el empleado público que no considera que la remuneración que percibe lo obligue a concurrencia, el ciudadano que roba el bronce de los monumentos de las plazas… La subjetividad egócrata nos refleja a todos.

Como estadista, el líder egocrático tiene un perspectiva de reconocimiento rápido y, por lo tanto, de corto plazo. La visión del estadista egócrata no difiere de una selfie: su propia imagen en primer plano con una nación detrás. Convencido de su trascendencia, exige en el presente la consideración póstuma. Seguro de su sino providencial, prescinde de la evaluación de la historia.

Nuestra tendencia egócrata se revela en los movimientos políticos. Inspirados en valores cívicos y éticos, nuestros partidos terminan por transformarse en “ismos” de nombres propios, en proyectos autobiográficos que anhelan eternidad. Vaciado de valores universales, el ejercicio de la política se ajusta a la apropiadora singularidad narcisista. Cada gobierno que se cree exitoso inicia la búsqueda de un cambio legal -reforma de la Constitución- que habilite reelecciones -si es posible, indefinidas- de la misma persona para asegurar que el mismo ego se perpetúe en el poder.

La egocracia se transparenta en líderes que erigen, en vida, monumentos a sí mismos, que otorgan a la sociedad el honor de que instituciones públicas se bauticen con sus nombres (o el de sus seres queridos). La egocracia es un sistema de gobierno organizado alrededor de un yo exitoso al que se subordinan todas las instituciones. El ego del líder como modelo. La vida social se reduce a una especie de reality show, una experiencia donde la energía de todos los miembros de la comunidad se orienta a satisfacer la vanidad autoreferencial del líder.


El desafío presente

¿Qué sentido tiene traer a cuento el tránsito de Saturno por casa XII ocurrido entre 2008 y 2011?

Es evidente que la potencia del hechizo que reavivó ese tránsito tuvo la suficiente contundencia como para imprimirle fuerza al nuevo ciclo iniciado en 2011. Tan cierto como su dificultad para materializarse.

Resulta obvio que esa visión polarizada de la realidad -caracterizada por la fuerte convicción en la división irreconciliable de la sociedad, en la economía de Estado y en el culto al líder mesiánico- ocupó el protagonismo del comienzo de ciclo y pretendió ser fundadora de una nueva era democrática, más populista que republicana. Pero, con Saturno en tránsito por casa II se ponen de manifiesto impedimentos objetivos al anhelo hegemónico de aquél propósito: en 2015, aun el triunfo del candidato oficialista no asegura la continuidad -ni en lo político ni en lo económico- del pretendido proyecto.




No obstante ¿cuál es el peligro que se actualiza en estos tiempos de fase II? Que ese pasado y sus supuestos inconscientes fascinantes –la realidad ajustada a creencias, la política como guerra, la reacción adolescente a los conflictos y el culto a la personalidad- queden como sustancia del proceso inaugurado en 2011. Que quede naturalizada la violencia política, el desprecio por el otro, el caudillismo, el idealismo adolescente y la hegemonía prepotente de una facción, como el modo de relacionarnos que nos acompañe durante todo el proceso (hasta 2041).

No es seguro que no lo sea.

(Continua en “Argentina astrológica VI: un ritual de silencio”).


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